Entre tanto, el negro antillano adoptó un estilo totalmente desprovisto de esa suntuosa porfía aristocrática: era cándido, discreto y diferente de los opulentos círculos sociales del Caribe. Usaban trajes más holgados que eran de fácil y barata confección. Generalmente, el hombre vestía de guayabera -una camisa ligera adornada con alforzas verticales- con pantalones de lino blanco, zapatos de cuero curtido, cuando no, sandalias o cutaras de guano y modestos sombreros de yarey. Así mismo, la mujer guajira prefería usar vaporosas prendas, corpiños ajustados al cuerpo y amplias faldas con enaguas. En su mano, un abanico.
Tras la llegada de la revolución, la moda desnaturalizó el estilo y el aspecto del hombre cubano era el de aquel hombre con largas cabelleras y desordenadas barbas como símbolo de la resistencia anti-yankee y el espíritu de la era castrista. Los sombreros fueron cambiados por boinas y las guayaberas cambiadas por uniformes verde olivo de los guerrilleros de Sierra Maestra. Se implantó la tiranía del mal gusto y, entonces, "llegó el Comandante y mandó a parar", cantaba Carlos Puebla.